Se formó en la Academia de San Carlos, en el México City College (hoy Universidad de las Américas) y los talleres de dibujo y pintura de los maestros Arnold Belkin, Silva Santamaría, Antonio Rodríguez Luna y Muñoz Medina. Consideró siempre al dibujo como un territorio autónomo, con la misma dignidad artística que la pintura, por lo que se dedicó a esta técnica de manera especialmente intensa a lo largo de más de tres décadas. Su obra estuvo cargada de pasión, sensualidad, humor, mirada crítica y una reiterada perspectiva irónica que intentaba despojar a los objetos y a los seres de esa pomposa solemnidad tras la que a menudo se esconden otras “realidades” distintas que Cohen se empeñó en descubrir al tiempo que construir. De ahí su inclinación hacia el dibujo expresionista como vía que opta por mostrar la realidad, no tal cual aparece a nuestros sentidos sino como la percibe una mirada intensamente subjetiva que cambia, trastoca y altera nuestras acostumbradas convenciones para expresar una emoción profundamente personal.
Cohen se dedicó, con singular empeño, a explotar las posibilidades que le ofrecían los materiales simples, como el lápiz, el carboncillo, la tinta o la acuarela, con objeto de conseguir mediante ellos, series extensas en las que daba rienda suelta a su imaginación. El resultado estuvo conformado por cientos de dibujos en los que se reiteran ciertas obsesiones temáticas que surgían de la mano del artista no premeditadamente, sino a partir de un inconsciente manifestado a través de lo que las líneas o las manchas le sugerían, lo mismo que de las exigencias de la composición impuestas por su visión estética. A medida que la obra maduraba, el dibujo académico fue dejado atrás para dar paso a deformaciones figurativas elocuentes de lo que una mirada aguda, irónica y fresca puede conseguir en su obsesión por transformar y comunicar la realidad creativamente, dándole así nuevas significaciones.
La búsqueda constante de Cohen dio pie a una insólita versatilidad. Sus referencias eran explícitas: consciente de su admiración a Francis Bacon, Grosz, Góngora, Schielle y Orozco, por citar algunos ejemplos, exploraba esos caminos compartidos con el resultado de que tales referencias eran rebasadas finalmente al imponerse en su obra su sello absolutamente personal.
Hacia fines de los años ochenta el dibujo minucioso deja paso a un ímpetu informalista de trazos violentos y simplificados a partir de los cuales su virtuosismo se manifiesta en una nueva y más libre vertiente. Unas cuantas manchas y líneas desparpajadas se extienden por el papel con soltura y maestría para expresar sintéticamente una estructura formal que impresiona justo por la intensidad conseguida a partir de una sorprendente economía de medios. El pastel va a ser usado por Cohen cada vez con más frecuencia y ello da pie a que el color ingrese en su mundo plástico como un elemento a la vez enriquecedor y desafiante. Para Eduardo Cohen, por muchos años dibujante que enfrentaba con inseguridad los retos impuestos por el color, el pastel le fue proporcionando paulatinamente una posibilidad de creación renovada mediante el manejo osado del color que fue usado análogamente con el mismo grado de libertad y aprovechamiento imaginativo del accidente.
En esos mismos años es cuando Cohen recibe la misión de pintar un mural para una sinagoga y realizar poco después dos series de vitrales para bibliotecas de escuelas judías. Estos encargos, además de estimularlo a una ardua labor de investigación en referencia a los temas elegidos –el ritual festivo judío, los profetas bíblicos y la creación del mundo según una libérrima interpretación del texto bíblico– lo vuelcan hacia el descubrimiento de la sensualidad del trabajo en dimensiones espaciales mayores.
Una vez destapadas las compuertas del uso del color, Eduardo Cohen se dedicó en los cinco últimos años de su vida a la creación de pinturas al óleo sobre papel. La mancha y el accidente fueron el punto de partida de composiciones en las que las figuras humanas, los animales y los objetos se desplegaban con dramatismo, humor o misericordia, y en donde color y textura, luz y sombra, fueron manejados de modo tal que conseguían transmitir una carga poética no exenta de ambigüedad, hecha al mismo tiempo de dolor y exaltación, signo de aquellos variados estados anímicos que marcaban a Cohen en esos tiempos en los que la enfermedad lo agobiaba.
Eduardo Cohen dedicó buena parte de su vida a la docencia del dibujo de la figura humana y de teoría del arte. Incansable e intenso lector de una diversidad de temas, su formación autodidacta lo hizo poseedor de las ventajas de la interdisciplinariedad. Publicó a fines de 1992 bajo el sello del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM su libro “Hacia un arte existencial”, reflexiones de un pintor expresionista, libro en el que se halla condensado el recorrido teórico y analítico del artista, lo mismo que su compromiso con la búsqueda permanente de renovados códigos estéticos y el rechazo consecuente a los halagos de camarillas y la mercantilización de su producción.
A su muerte, acaecida el 15 de junio de 1995, guardaba en su estudio cerca de tres mil obras, la mayor parte de ellas nunca antes exhibidas. Tras un arduo trabajo de selección fue presentada en julio de 1997 y bajo los auspicios de la Dirección de Artes Plásticas de la UNAM, una magna exposición retrospectiva en los recintos del Palacio de Minería, la cual posteriormente iniciaría un recorrido itinerante por museos diversos de la provincia mexicana. Con base en la mencionada muestra se publicó igualmente el libro “Eduardo Cohen 1939-1995. Los propósitos de la mirada” editado por la UNAM con el apoyo de la Fundación Cultural Eduardo Cohen A.C., de reciente creación. En las casi 200 páginas de este libro aparece lo más representativo de la trayectoria de Cohen, acompañado por un texto analítico del Maestro Andrés de Luna, curador de la muestra, quien considera a Cohen “uno de los grandes artistas de este siglo mexicano y uno de los mayores dibujantes de este continente del que tanto descreía Borges.”